Mujer en los lavaderos, a orillas de la Quebrada de los Cedros. |
¡AQUELLOS LAVADEROS!
Un lugar de ensoñación que está vivo aún en mis recuerdos infantiles. Mi mamá los
frecuentaba durante el día porque allí concurrían todas las madres del sector a
lavar sus ropas, pues no existía el servicio de agua potable para las viviendas
de los cerros, a lo sumo instalaban unos puntos de tomas en sitios estratégicos
en donde la gente acudía con sus envases para abastecerse del preciado líquido,
estos puntos se les llamaba “La Pila”, sitio de encuentro de las vecinas y
vecinos, donde se charlaba de todo, era como los chats de ahora, En nuestro
caso, la toma más cerca quedaba a una
distancia de 30 metros de la casa aproximadamente, pero para lavar la ropa era
necesario bajar hasta los lavaderos, pues allí había abundante agua, espacio
suficiente y el lugar era propicio para el encuentro y la tertulia entre
vecinas y comadres. A ese lugar asistían todas las mujeres de las familias del
cerrito que cité antes y las vecinas que vivían en las orillas de la quebrada;
se formaban tremendos escándalos y discusiones, la mayoría de las veces por
cuestiones triviales, y hasta agarraderas de mechas había en ocasiones. Los
chismes, comentarios y habladurías de unas contra otras, hacían despertar la
furia de muchas de las asistentes a esa especie de ágora sui géneris.
A orilla de la Quebrada y en sentido lavaderos - Joseíto
Linares, asistían a esos lavaderos: La señora Hortensia Ruiz, abuela de quien
en vida fuera nuestro buen amigo Rafaelito Ruiz (+); las familias Peña, eran
varios núcleos y vivían en casas contiguas; la señora Nicolasa de Linares,
Ramón Valera (Canita) y su esposa Dolores, Alí y la señora Petra, la señora Sebastiana Saavedra, humilde y
generosa señora; madre de cuatro buenos hijos, entre ellos, un buen amigo nuestro,
que lamentablemente falleció siendo muy joven de nombre Carlos Enrique,
cariñosamente le decíamos “Macana” y madre de Ramón Saavedra, eterno asistente
del conocido comerciante Milton Viloria,
muy querido en los alrededores de la Radio Trujillo, mejor conocido
cariñosamente como la “Gallina Ciega”; y
de Rafael María (vive en la Plazuela) y Rosana. De estos dos últimos no supe
más. De Carlos Enrique la “macana”, tengo gratos recuerdos. Una sonrisa
angelical lo acompañó siempre, hasta el día de su muerte. Siempre saludaba o
contestaba el saludo con su eterna
sonrisa. Era muy servicial, obediente con su madre como ninguno y fundamentoso.
Quería ser alguien en la vida, sacar de la pobreza a su querida madre, a quien
nunca le causó un enojo o mal rato. Carlos Enrique era inseparable de mi hermano
Héctor (El Viejo); ambos estudiaron juntos hasta el cuarto grado cuando mi
hermano decidió irse para el Grupo Escolar “Estado Carabobo”; Macana siguió
estudiando hasta el sexto grado. Los recogían en una vieja camioneta en la plaza Sucre, pero a veces llegaban
tarde y los dejaban, teniendo que irse a pie hasta la Mesa de Gallardo, lugar
donde aún sigue estando la escuela “Tobías Valero Martínez, unidad escolar
donde estudiaban. Allí cursaban estudios de primaria, en dos turnos; era una
especie de semi internado; pues tenían
un excelente comedor para el desayuno, almuerzo y merienda. El trato de los
profesores era sencillamente excelente con los alumnos sin que se menoscabara
el principio de la autoridad y el respeto mutuo. Allí, en ese colegio cursaron
estudios muchos de mis amigos de la época y de hoy. Puedo citar algunos que se me vienen a mi
memoria: el Prof. Honoré Briceño, Ricardo Briceño y sus hermanas; el Lic.
Antonio García, ex alcalde de nuestra ciudad capital; Argimiro González (+)
mejor conocido como “Mohicano”, quien fue un gran compositor y excelente
vocalista; Arnoldo Godoy mejor conocido entre sus amigos de infancia como
“Chimoíto”, Vigilante jubilado del N.U.R.R;
un amigo de la infancia que le decíamos “la calavera” y otros tantos
conocidos, amigos y compañeros de infortunio que lamentablemente no recuerdo.
Magnífica labor pedagógica, social y humanitaria realizó esa unidad escolar en
esos tiempos. Toda una cohorte de ciudadanos de bien, que alcanzaron, la
mayoría de ellos, el logro de una profesión útil para nuestra comunidad
regional.
Peculiar vecina de la orilla de la Quebrada de los Cedros, lo
fue la señora Teresa Pérez, ¡que brava esa señora, que lengua viperina, pero
que gran corazón tenía! Todos y todas le temían en los lavaderos, pues por
cualquier detalle, palabra, gesto o expresión mímica o facial, en un segundo le
decía a cualquiera las letanías de su vida y su muerte, y hasta agresiva era
esa señora. Muchas de estas lavadoras le hacían el servicio de lavado y
planchado a los soldados del batallón Rivas Dávila.
Cuando los muchachos del lugar pasábamos por el frente de su
casa, camino al negocio de Joseíto Linares, le gritábamos: “Mapanare”, y salíamos corriendo; como
sabíamos que nos esperaría al regreso con una rama en sus manos para pegarnos,
entonces nos las ingeniábamos para esquivarla; y esas bromas con ese
sobrenombre se repetían hasta el cansancio con esa señora. Nunca pudo con
nuestras travesuras. Un día, sin aviso y sin protesto se mudo del lugar. La
señora Teresa Pérez, también tenía un corazón noble y humanitario. Había un
joven, de esos que llamaban o llaman “realengo”, es decir, andaba calle arriba,
calle abajo, sin origen ni destino. Era un adolescente de contextura semi
fuerte, moreno, de estatura mediana, analfabeto, su vestimenta indicaba su
condición de niño paupérrimo y sin parientes. Era descarriado,
carente de afecto y de cariño, de eso que llamamos amor por la
humanidad. Era muy juguetón, a flor de piel se le notaba su inocencia; no era
ni estaba dañado, no hacía maldades, salvo las normales de los chicos
adolescentes. Eso sí, era muy testarudo, porfiado, duro para entender las cosas
y donde metía la cabeza no la sacaba hasta lograr lo que él quería. Su sonrisa
era expresión de la pureza de su alma. Acostumbraba ir por los lados de los
lavaderos a jugar con “Macana”, mi hermano Héctor y otros chicos del sector.
Teresa Pérez lo estuvo observando varios días y uno de esos le preguntó por su
mamá y su papá, no sabiendo responder. Teresa se ocupó del muchacho; comenzó
alimentarlo, le permitió el acceso a su casa,lo ocupaba en diligencias, y así
se fue encariñando con aquel niño desamparado, hasta que definitivamente se
hizo cargo de él. Le dio techo, comida, vestido, lo incorporó a la vida
escolar, y le dio una representación. Él la reconocía como su “mamá Teresa”, la
respetaba y la quiso hasta su muerte. Llegó a ser un gran pugilista, peso
gallo; obtuvo muchos triunfos en el boxeo amateur hasta que se retiró de ese
deporte. José del Carmen Abreu, así se
llamaba; cariñosamente fue conocido como “El Burro” entre sus amigos por lo
tozudo que era. Ingresó con el tiempo al Ministerio de Agricultura y Cría en
calidad de obrero, hasta su muerte prematura; pues un cáncer en los huesos lo acabó prontamente estando en la plenitud
de su vida. Gracias a Teresa Pérez y a su noble corazón, “el burro” hizo más
liviana su pesada carga en su corta vida que Dios le deparó.
Los lavaderos a que hago referencia en estas cortas línea,
estaban situados detrás de la Radio Trujillo, a orillas de la Quebrada de los
Cedros. Este lugar era un verdadero parlotear de voces femeninas; no solamente lavaban las ropas de sus seres queridos, sino que también, aprovechando
la ocasión, alguna que otra femenina exteriorizaba sus resentimientos guardados
contra alguien integrante de aquel desafinado concierto, formándose muchas
veces conatos de peleas entre ellas. Presencié varios de esos shows; mi temor, aún siendo niño, era que a
mi mamá la fueran a involucrar en los chismes causantes de tales actos; gracias
a Dios, eso nunca ocurrió.
Inspirado en ese inolvidable espacio de encuentro de las
madres del lugar, y como un humilde
homenaje a esos corazones llenos de amor por los suyos, compuse la letra
de una canción titulada “Lavaderos de mi pueblo”, con música del destacado
compositor Alfonso Rodríguez, y arreglos
del Profesor Richard Santos, cuya letra dice
así:
“Recuerdo los viejos
tiempos/ de aquella inquieta niñez/ y a mi madre adorada/ en su diario
ajetrear/ Hoy se cruzan por mi mente/ los famosos lavaderos/ eran ágoras del
pueblo/ las tertulias sin parar/.
Las mujeres del entonces/ en sus sueños ven
crecer/ a sus claveles y rosas/ un jardín en florecer/ y lavaban su ropita/ en
aquellos lavaderos/ era toda algarabía/ y lo hacían con placer/.
Hoy recuerdo
claramente/ los hermosos lavaderos/ añorando su frescura/ con aires de
manantial/ era el canto de las aves/ y su límpido trinar/ la atracción más
atrayente/ de aquel mágico lugar/.
Yo me inspiro dulcemente/ por aquellos
lavaderos/ y cantando de alegría/ este son que es un danzar/ merecido el
homenaje/ que te brindo en mi cantar/ lavaderos de mi pueblo/ un lugar para
soñar”.
MI QUEBRADA DE LOS CEDROS.
Hablar de la Quebrada de los Cedros es hablar de nuestra
propia trujillanidad. Oír su nombre me hace sentir la frescura de su brisa
bañando mi imaginación. La Quebrada, sigue siendo para mí un lugar de encanto,
lleno de historias inéditas y ocultas, de relatos, mitos, leyendas y lances de
mi propia existencia.
Ese delgado riachuelo, en otrora, de aguas cristalinas,
contempló mi niñez y mi adolescencia. Sus frescas aguas me acompañaron en mis fantasías y en
mis andanadas a lo largo y ancho de sus
frondas multicolores. El recuerdo de mi infancia me transporta de manera
simultánea a los momentos en que mamá lavaba con insistencia nuestras ropitas en lo lavaderos. Yo aprovechaba y me iba para la quebrada que estaba allí, a
unos metros de distancia a jugar con otros niños, a veces nos bañábamos en
pozos que hacíamos nosotros mismos; pescábamos lampreas y tal y cual chorrosco, que inadvertía y desconocía nuestras “malsanas” intenciones; nos divertíamos
con los sapitos que nadaban y saltaban en determinados puntos
de la quebrada, en contraste con el lento caminar de los caracoles que
abundaban en el riachuelo. También habían cangrejos en poca cantidad), Luego mi
amigo Alirio González León trajo unos
peces del río Castán llamados Voladores, hoy en día existen en grandes
cantidades en esa quebrada, la siembra de esa especie la hizo Alirio en 1968
tanto en Sandoval como en los chorros de La Caja del Agua al lado de los
lavaderos. En la medida que nos
alejábamos de los lavaderos, el silencio se hacía más acogedor; sólo el sonido
musical de las aves cantarinas, el
croar-croar de las ranas, silbido característico de los renacuajos; el cantar de alguna cigarra, el chapoteo de
nuestros propios pasos entre la corriente
y el murmullo de aquellas aguas espumosas y cristalinas, era lo único que
se oía; era una verdadera orquesta sin músicos ni instrumentos, pues, al unísono,
aquella mezcla de sonidos naturales armonizaban sus notas para crear en la
imaginación del intruso y del aventurero, la sensación de estar escuchando un sinfónico rumor musical embriagador.
Por supuesto, por la edad que teníamos, no pasábamos de las escalinatas que conducían al callejón
de Quintín Uzcátegui o Rafael Aldana; a
lo sumo, un poquito más arriba. Algunas veces, y mientras mi madre terminaba su
labor, alternábamos la quebrada con los propios lavaderos o con el puente que
conducía hacia el Bar Buenos Aires.
Además de disfrutar de aquellos ambientes naturales,
comenzaba a conocer y hacer amigos de mi entorno; me divertía con los juegos de
la época y de la edad. Podría decirse que era un niño feliz, aún en el mundo de
las desproporcionadas limitaciones en que me desenvolvía; Frente a tantas
carencias materiales, no de amor, quería crecer, tener más edad para ayudar al
hogar y tratar de salir de aquella
pobreza atroz. Comenzaba a sentir repugnancia por el espeso olor y por el
rostro de aquella miseria que estaba harto de vivir y conocer a mi corta
edad.
Lamentablemente, la quebrada de hoy no es la misma de aquel
ayer en donde los imponentes cedros y la espesura de sus frondas daban la
sombra y frescura que la convertían en lugar de ensueños de quienes la
transitaban, y de quienes, como yo, convivían en su hábitat.
Hoy, sus pocas brumas que brotan, lo hacen llenas de
tristeza; su flora, o lo que queda de ella, se muere paulatinamente, y su
otrora variada fauna, sencillamente, ya no existe. Hoy no hay motivo para
escribirle, salvo, por su fantástico pasado. No hay cedros; los pocos que
quedan mueren de dolor; lo mismo ocurrió con sus majestuosos caracolíes y
gigantescos bucares. Desgraciadamente ocurre a veces, que los senderos que elegimos para el logro del progreso social, trae
consigo el sacrificio de obras que la naturaleza tarda centenares de años en construir; y es así como el hombre
y los gobiernos, en su avance arrollador para dar paso a la civilización y
satisfacer, en parte, las necesidades humanas, la destruye en segundos. Ese fue
el justificativo para acabar con esa
gigantesca arboleda milenaria de nuestra Quebrada de los Cedros.
Inspirado en aquel maravilloso escenario que vio desnuda mi inocencia, cuyas aguas humedecieron mi imaginación de
niño y de adolescente y que han surcado por milenios el corazón de mi ciudad,
escribí mi segunda canción titulada “A
MI QUEBRADA DE LOS CEDROS”, un himno a
la semblanza de ese lugar de hechizo en el pasado reciente, y una condena a la
barbarie ecocida del hombre en sus
riberas. La música de esta canción es
del distinguido compositor y artista trujillano, profesor Alfonso Rodríguez,
con arreglos musicales del también destacado Profesor de música Richard Santos.
Sus estrofas a la letra dicen:
“Riachuelo de aguas
cristalinas/ lar alivio de mi juventud/ son tus frondas secretos de historias/
de tus hijos y tu senectud./ Siempre añoro tus lindos parajes/ que le dieron
frescura a mi ser/manantial de lugar encantado/ qué te han hecho/ no eres la de
ayer”.
“Hoy tus aguas
moribundas/ van gimiendo de dolor/ y tus cedros tan frondosos/ ya no existen sin
razón/ Atrapada sin retorno entre olvido y el querer/ ni tu flora ni tu fauna/
forman parte de tu ser/”
“¡Oh! Quebrada de los
Cedros/ arroyito encantador/ es mi canto una plegaria/ elevada a Mi Señor/
homenaje a tu inocencia/ y a tu mágico esplendor/ que viví en mi vieja infancia/
en tus aguas/ sin rubor”.
TRES ESTAMPAS DE LA
CALLE ARRIBA.
De ese capítulo de mi vida en ese inolvidable lugar de mi infancia, tengo
imborrables recuerdos que llevo grabado en mi cerebro, imborrables como mi
nombre. Y aquí, en este punto, por considerarlo pertinente, me veo obligado a
citar una interrogante del connotado intelectual trujillano, Profesor Alí
Medina Machado, contenida en uno de sus maravillosos libros, titulado: “La
Ciudad en Cien Recuerdos”, página 150, que textualmente dice: “¿No es verdad que por más vieja que se vaya
poniendo la memoria y por más profundas que se vayan situando las vivencias de
nuestro pasado, en momentos imprevistos regresan al hoy que vivimos, y se nos
presentan imágenes de personas que las podemos retratar fidedignamente como
ellas fueron en su vida hace muchos años atrás?
Sin la menor duda que la contestación a tal
interrogante es afirmativa, convirtiendo a ésta y a su respuesta en el epítome
del carácter evocativo de estas narraciones. En este orden de ideas, ¿Cómo no
recordar a esa gran matrona trujillana que se llamó Josefa de Barreto, mejor lo
escribo con su nombre completo: Josefa Elena Escalante de Barreto. Esposa de un
gran trujillano, José Antonio Barreto Pérez, (mejor conocido entre sus amigos
como Toño), con quien contrajo matrimonio en el año 1.936, información que
obtuve de sus propias hijas. Doña Josefa fue madre ejemplar de una honorable y
laboriosa familia que sembró raíces profundas en el suelo trujillano. Fueron
once los descendientes de la familia Barreto Escalante: Delfín Antonio, Héctor
José, María Auxiliadora (Chila), y Gladys Elena, quienes fueron llamados a temprana
edad por el Todopoderoso como Guardianes de la Eternidad. Pero nos acompañan
aún en esta vida terrenal: Carmen Amparo (Carmencita), Inés Delia, Josefa
Antonia (Chepa), Carlos Enrique (Chichilo o Tres Codos), Rosa Elena (Chelena),
Leída Coromoto y Ana Cecilia.
Doña Pepita, así se conocía a esa bondadosa dama de la
Calle Arriba, no había mañana que no me sirviera sus deliciosos desayunos; pues
el Dispensario de salud estaba adherido a su casa a través de una pared y todos
los días, de lunes a viernes, acostumbraba
visitarla en su casa a las primeras horas del día. Cuando estaban desayunando
me colocaba una silla y me servía igual como si se tratara de unos de sus
integrantes familiares. Si llegaba después del desayuno, igualmente me lo
servía. Cuando ella tenía que salir y yo no había llegado, entonces dejaba
instrucciones para que me lo sirvieran. Sentí en ella una verdadera madre que
me cuidaba y se preocupaba por mí. El otro lugar que yo visitaba de esa casa
era la panadería. Un espacio separado de la casa familiar, pero dentro del
perímetro de la misma. Yo disfrutaba del mejor pan caliente recién salido del
horno hasta la saciedad, y llevaba para mi casa porciones que me daban sin
mezquindad. Recuerdo en esa panadería a los hermanos Pérez: Al gran trujillano
Reinaldo Pérez, a su hermano Ramón Pérez
y otro hermano cuyo nombre no recuerdo. Para esa familia Barreto de la Calle
Arriba, mis más eternas gracias por todo lo que hicieron por mí. ¡Que Dios los
bendiga y los proteja! Y a doña Pepita que el Señor la tenga en la gloria.
Cómo olvidar al señor Victorino Araujo, a la fábrica
de refresco de la famosa kolita Champaña, propiedad del señor Carlos Sarmiento,
que operaba dentro de su casa y a su negocio atendido por su sobrino, el
difunto Luis Araujo. La fábrica y el negocio se encontraban diagonalmente a la
casa de los Barreto. Allí, en ambos lugares, mi presencia era puntual, en forma
diaria. Vi el proceso de elaboración de la citada gaseosa, disfruté de su exquisito sabor, en frío y
natural; compartía con el personal obrero que laboraba en la fábrica, creo que
eran dos o tres personas; Conocí también a la esposa del señor Victorino
Araujo, creo que se llamaba Hermógenes, una señora muy seria, de un carácter
templado, muy fuerte; morena, de pelo liso cenizoso por la edad, de facciones
indias, muy gorda y de estatura mediana. También a sus hijos, al destacado
médico trujillano Pedro Araujo, estudiante de medicina en esa época y a su
hermano, Lic. Francisco Araujo, que estudiaba Bioanálisis, ambos en la Universidad
de los Andes, en el estado Mérida.
Pero de todo ese linaje Araujo, hay un personaje que
marcaba la diferencia en bondad, en humildad, serenidad, en su manera de ser;
se trata del finado Luis Araujo; Luis atendía el negocio del señor Victorino
Araujo. Él y yo, a pesar de la diferencia en las edades, nos hicimos muy buenos amigos.
Compartíamos una sabrosas acemas que el vendía, creo que procedían del cerro de
la Guaira; eran las acemas llamadas
también Morales de esa colina trujillana, ricas en sabor, en textura, en color
y en olor. El dispensario quedaba a unos cuantos metros del negocio. A golpe de
diez de la mañana, a pesar de haberme desayunado en casa de doña Pepita, le
llegaba a Luis y le decía: "Vamos a
partir una de esas acemas (cuando estaban frescas) y nos la comemos con un pedazo de queso y una colita". Y eso
hacíamos. Él, dentro del negocio, y yo, en la parte de afuera. A veces me
tocaba pagar, a veces lo hacía él; era un hombre muy correcto, muy honrado y
fiel. Llegó a darme todo el crédito que yo quisiera y le pagaba en cada
quincena. Nunca he podido olvidarlo. Cada vez que paso por ese lugar de la
Calle Arriba, me llenó totalmente de recuerdos de esa inolvidable época de mi
vida, y especialmente de doña Pepita,
de Luis Araujo y su tío, el señor Victorino Araujo.
La venta de maíz pilón de un señor español y su
ayudante Onésimo, un hombre corpulento que eras capaz de alzar un saco de maíz
como si nada, el producto de distribuía en una vieja camioneta cerrada en la
parte de atrás y que tenía un aviso “MAIZ PILADO… Pico y Nepe”
EL PUENTE DE “JOSÉ LINARES”, SU ENTORNO, SUS
PERSONAJES.
Se estremece mi alma y mi corazón palpita más
vertiginosamente cuando viene a mi memoria aquel fantástico lugar de ensoñación
juvenil. Y no es para menos. Ese rinconcito casi que escondido, exclusivo y
excluyente, sigue estando ubicado en las márgenes de la Quebrada de los Cedros,
a nivel del conocido Callejón de los
Coronado, a una cuadra más abajo de Radio Trujillo, aunque hoy es una verdadera
desolación.
Ese lugar fue víctima en más de una vez de los torrenciales
aguaceros que desbordaban la Quebrada de los Cedros arrasando con todo lo que
encontraba a su paso: Rocas, árboles, cachivaches de todos los tamaños y lodo;
pero sobre todo un nivel de agua nunca visto y con una furia incontrolable que
destruía casas ubicadas en sus orillas y hasta personas arrastraba
llevándoselas en viaje sin retorno.
Entre esas personas ahogadas recuerdo a quien conocíamos como el Chueco Bencomo,
no recuerdo su nombre, creo que se llamaba Pedro Bencomo. Era un humilde señor que tenía una exigua
bodeguita con apenas unos cuatro víveres y que le servía de sustento, pues era un hombre completamente solo y sin
familia. Cuando lo conocimos en el Cerro San Isidro, siendo nosotros unos
adolescentes, tenía una pulpería en un
cuartico que la señora Bartola Viloria le había alquilado en las adyacencias de
su casa. Las dimensiones del cuarto eran aproximadamente 4 x 3 mts cuadrados. En
ese espacio compartía su cama y su poca ropa de vestir. Era por lo tanto, una
bodeguita muy pobre.
Nosotros, sus vecinos y muchachos al fin, nos gustaba
visitarlo para pedirle que expulsara gases por la boca ya que lo hacía de una
manera escandalosa e intencional, causandonos risa por el sonido gutural que producía
con la palabra repetitiva: “Buey, buey” en su eructo. El pobre hombre
usaba ambas piernas para caminar; pero
una de ellas, creo que la derecha, se le doblaba al hacerlo, además de eso, expedía todo el tiempo un mal
olor que inundaba el cuartico. Al cabo de un tiempo se mudó para las
inmediaciones del puente de Joseíto Linares con su negocito; A los días una crecida se lo llevó. Apareció
ahogado mucho más abajo del lugar de su residencia. Ese día nos dimos cuenta que llevaba una pata de palo que se la
arrancó la corriente.
Bueno, el sitio que estamos comentando fue muy concurrido,
especialmente los fines de semana; un lugar de confluencia de la gente que
transitaba por aquellos predios. Los que subían y bajaban del Cerro San Isidro,
que hoy llaman parte II, que también conduce a la Chapa; los que subían y
bajaban por los caminos a orillas de la Quebrada de los Cedros con dirección
hacia abajo o hacia arriba; los que procedían de otros lugares cercanos y/o de
la propia ciudad. Todos coincidían allí, en ese espacio bucólico de diversión,
de ingesta alcohólica y de contertulios con la simultaneidad de un emocionante
juego de dominó, de ludo o de baraja.
Eso sí, no se permitía excesos alcohólicos a nadie; cuando alguien estaba ya
pasado de palitos, no se le vendía ni se le servía más y se le aconsejaba irse
a su casa. Así era Joseíto.
El negocito de José de la T. Linares, para todos “Joseíto”,
era el corazón de aquella pequeña encrucijada, en donde todo el que pasaba por
allí algo dejaba de su existencia, bien su satisfacción por haber compartido,
consumido o comprado; por haber sido un simple espectador, por haber
interpretado una canción o por el simple saludo afectuoso en su caminar pausado
o apresurado por el lugar.
El local tenía tres adyacencias, propiedad también de Joseíto
Linares: Una pequeña salita, inmediata y separada del negocio por una pared,
con una ventanita por donde se servía a la gente sus pedidos; una especie de
depósito donde guardaban sillas, mesas, e instrumentos de trabajo; otra ubicada
en su lateral derecho en donde tiempos más tarde vivió su hija Teresa luego de
su matrimonio con un señor de nombre Antonio Padula. En todo el frente del
negocio estaba su casa de familia, encabezada por él y su esposa Dalia de
Linares y un manojo de lindas muchachas, entre las que recuerdo a Marina, la
más joven, quien para mí era la hermosa
de todas; a Gladys, Dalia, Olga, Berta y Teresa; esta última parecía una reina
de belleza, un cuerpo de sirena, alta, esbelta, de linda cabellera negra, que le
llegaba a la cintura, ojos de azabache y unos labios muy sensuales. Era en
verdad una mujer extraordinariamente sexy, creo que en esa época no había en
Trujillo otra mujer con las características señaladas; pero para mí, seguía
siendo Marina la mujer de mis sueños, aunque nunca se lo dije. En realidad su
padre no era celoso con estas muchachas, pero no ocurría lo mismo con la madre
de ellas: La señora Dalia, se ponía como una mapanare cuando le llevábamos
serenatas. Al día siguiente y por los venideros, a esa señora la invadía la
furia, y cuando lograba identificar a cualquiera de los pretendientes, le decía
hasta de lo que se iba a morir. Afortunadamente a los días le pasaba, y Joseíto lo que hacía era reírse
de la actitud de su esposa y compartir con nosotros sus jocosidades
relacionadas con la serenata. El sabía que éramos nosotros y hasta les gustaba
que les cantáramos a sus hijas; pues nos escuchaba siempre a un grupo de
jóvenes que nos reuníamos en el puentecito a cantar con un cuatro, y muchas de
esas canciones las entonábamos en la serenata. También habían tres hijos varones dentro del grupo familiar: José
Enrique (El Bachi), (nunca supe porque lo llamaron así, pues desde niño tenía
ese apelativo); José (Yío) Y Antonio (el
Zurdo). Lamentablemente, cuando escribo estas notas ya el Bachi y José (Yío) habían fallecido uno tras otro en el orden en que se citan.
Del Bachi tengo imborrables recuerdos de mi adolescencia y mi
primera juventud. Con él pasé momentos inolvidables de farra, de cuitas amorosas
que incluía serenatas a unas muchachas a la que enamorábamos en el sector de
Pueblo Nuevo, lo que es hoy la Urbanización Monseñor Camargo y otros lugares
de la Quebrada de los Cedros. A veces nos surtíamos del licor que íbamos a
consumir en casa de las muchachas o en las serenatas acordadas. Ese licor lo
sacábamos del propio negocio de su papá.
Otras veces, optaba por el dinero y
Bachi extraía la cantidad que estimaba para unas cuantas cervezas para los dos,
cigarrillos y alguno que otro pastelito. Llegó el día que lo descubrieron, y
hasta allí nos llevó el río. Sin embargo, el Bachi se las ingeniaba y algo
sustraía para nuestras diversiones con las chicas. Con un cuatro le cantábamos en sus casas. De allí nos
veníamos bien prendidos, ilusionados y haciendo planes para la próxima visita.
¡Qué bello es estar enamorado!
Hoy, lo que otrora fue algarabía, bullicio y un espacio para
el esparcimiento, es un lugar silente,
enmudecido y olvidado como referencia bucólica que fue, semejante, con las
diferencias de rigor, a lo que fue también en esa época el bar de Segundo
González, en el sector de la Alameda Rivas con su bar Las Delicias. La muerte
de Joseíto Linares y el paso de la actual Av. Numa Quevedo, marcó el inicio de
la decadencia, del abandono y del olvido de ese punto de encuentro y diáspora
de la gente que acostumbraba buscarlo para aliviar sus trances espirituales y
encontrar momentos de solaz y esparcimiento. Creo que los sentimientos de
afecto que ese hombre de la trujillanidad señera despertó y sembró en los corazones de quienes
lo conocimos, nos regocijamos cuando vemos que el viejo puentecito que aún está
allí, como testigo excepcional de la
historia oculta de ese pedazo de Trujillo del ayer reciente, lleva el nombre de
“JOSEÍTO LINARES”, que más que un recordatorio de una hermosa época que no
volverá, es un humilde, pero merecido homenaje a su memoria.
Había numerosas familias que formaban una comunidad pequeña,
pero solidaria, alrededor del negocio de José Linares. Todas conocidas entre
sí, y ante las adversidades de la vida o de la propia naturaleza, se cruzaban
las acciones, los afectos y sentimientos de hermandad. Entre las que yo
recuerdo están:
La familia Araujo Rodríguez, encabezada por esa noble y gran
mujer trujillana, Isabel Rodríguez de Araujo (+), madre ejemplar. Su severidad
en la crianza de sus hijos sólo es superada por la dulzura de su corazón y sus
grandes sentimientos de amor y cariño para con todos aquellos quienes la conocimos desde nuestra niñez. Ella fue, en los hechos y en la realidad de nuestra
vida, una segunda madre que nos dio su mejor ternura, sus mejores consejos, el
regaño cariñoso y oportuno ante nuestros errores de muchachada o de juventud, el alimento diario que necesitábamos y hasta lavar nuestra ropa
muchas veces.
En mi caso particular, no olvido, la especial atención que me
dispensara en aquellos tiempos de sueños y esperanzas como joven que aspiraba y luchaba por un mundo mejor, y allí estaba ella, como celosa madre
guardiana de mis actos y de mi proceder; se disgustaba enormemente cuando se
enteraba de mis parrandas nocturnales, o
de mis altercados con otros jóvenes. Siempre estaba atenta y vigilante para
corregir cualquier desviación de mi conducta, por lo que hoy en día estoy
profundamente agradecido.
Su esposo, el finado Francisco José Araujo, mejor conocido
como Chico Araujo, fue un buen hombre, trabajador incansable y hasta que sus
fuerzas lo acompañaron. Mi memoria aún recuerda el sonido metálico producido
por los golpes que con fuerza endemoniada ejercía con una mandarria cuando la
dejaba caer sobre el caucho de un vehículo que necesitaba reparación o cambio
en la antigua bomba de servicios que existía entre el Bar Buenos Aires y la
emisora Radio Trujillo. Pues Chico Araujo fue unos de sus trabajadores, que luego fue sustituido por mi
primo Juan Paredes (Juancito) cuando aquél logró ingresar como obrero en el
Ministerio de Educación. Estoy hablando de los finales de los años cincuenta o
inicios de los sesenta. Con el diminuto
salario de la época que haya podido devengar, crió, y formó aquella honorable
familia.
Como militante de la bohemia trujillana libaba de vez en
cuando y de cuando en vez para aliviar sus escondidas penas y quizás
desahogarse de lo que en sano juicio no podía hacer. Era un perfecto
caballero; yo acostumbraba dialogar
mucho con él, aunque era de muy poco
hablar.
Vivían en esa época en
una amplia casa desde donde se divisa todo el movimiento que ocurría en el
callejón, de personas, animales y cosas; todo el que subía o bajaba, el que cruzaba como el que seguía recto;
desde allí se precisaba , sin la menor duda, quien era el forastero y
quien el lugareño. Desde esa encantadora casa, aún se contemplan las resentidas aguas de la
Quebrada de los Cedros; desde allí se escucha el cantar de los pájaros desde el
amanecer y durante todo el día bajo las extensas arboledas de los pocos
caracolíes, bucares y otros árboles que se han resistido a morir por la acción
del hombre o de la propia naturaleza. Allí, en su corredor, largo y
ventilado, se recibía la tibia luz del sol naciente en las mañanas; y en las
tranquilas tardes, la frescura de las sombras que bañan de sosiego y de solaz contagioso y cautivador al visitante vespertino.
Por esa maravillosa
casa desfilaron ingentes cantidades de
personas que eran familiares, amigos,
vecinos, o simples visitantes ocasionales; y todos, al despedirse de Isabel, se
llevaban en sus corazones una sensación de paz y de reposo espiritual
acompañados de los deseos inmensos de volver por esos predios.
Pendientes de su querida madre, estaban sus hijos e hijas.
¡Que maravilla de muchachas y muchachos! ¡Que educados, disciplinados y
responsables! Esperanza, la mayor de todas, su eterna compañera; le sigue
Nelly, excelente docente; Yolanda ingeniero químico; Isabelita, competente
Abogado en ejercicio. Los varones: Miguel, Pedro y Francisco (Pipe), hombres de
trabajo, serios y honrados a carta cabal. Todos, sin excepción, estaban
pendientes de ella, pidiendo y recibiendo sus bendiciones; dándole a su madre
cariño y afecto, y sus mejores atenciones
con el calor y el amor de hijos que sólo su madre les supo
cultivar. La familia Araujo elaboraba
las mejores melcochas que se vendían en las afueras del grupo escolar estado
Carabobo y en las vacaciones vendían las famosas zamuracas adornadas con pedazos
de suplementos o comiquitas a colores.
Cuando escribo esta sección, ya Isabel, nombre cariñoso y
familiar con que la hemos llamado desde nuestra adolescencia, ha muerto. Hasta
el último día de su vida, aun cuando había sido doblegada por los años y por
una terrible enfermedad, fue una mujer lúcida mentalmente que recordaba casi
todas las facetas de su vida. Murió a los 94 años de edad.
Podría enumerar muchas anécdotas de esa larga y espiritual
relación con la familia Araujo Rodríguez en mi etapa de adolescencia y primera
juventud; pero hay una que no olvido por lo jocoso de la situación vivida en
los hechos que narraré: Un sábado santo en la mañana, Joseíto linares me solicitó que redactara el testamento de Judas para
leerlo el domingo en la tarde, y formar
la algarabía tradicional por ese acontecimiento que es costumbre entre todos
los venezolanos. Hice lo encomendado, durante la mañana todo fue alegría, los
asiduos clientes comenzaron a llegar y a beber; a las tres de la tarde comenzaron los cohetes a tronar, la música a
sonar, y Joseíto a brindar; aquello fue una tarde muy alegre para todos los que
estábamos allí celebrando la resurrección
de Jesucristo. Entre los que llegan a mi memoria en estos momentos
estaban los asiduos de siempre: El famoso e infaltable Jorge Terán (Nariz de Goma), José Encarnación
Briceño (El torero), Enrique Vargas, un beodo consuetudinario del lugar; el Br.
Elías Terán, Pedro Pablo Rendón, hijo del Diputado por Acción Democrática del
mismo nombre, quien compartía conmigo la habitación en la que yo vivía en la
Quebrada de la Cedros; Belarmino García el relojero del reloj de la iglesia de
Chiquinquirá, Cosme Castillo (Frente e` Chivo);
y otros. Como a las cuatro
comencé a leer el documento que yo había preparado como testamento. A
cada quien le tocó lo suyo, inclusive al propio Joseíto, a su esposa Dalia y a
mí; nadie se salvó de la parte que le
correspondía. En una de sus cláusulas decía, palabras más, palabras menos: “y dejó a mi querido y estimado amigo Chico
Araujo, mis zapatos para que los sustituya por los que carga puestos, ya que no
aguantan una postura más. Este legado a mi fraterno amigo Chico lo hago como
testimonio de mi aprecio y compasión que siento por sus pies por culpa de sus
zapatos…”. Él estaba en el porche de su casa con vista al negocio de
Joseíto, observando y escuchando todo por el altoparlante que se había
colocado en la afueras del mismo; se le
mostraron unos zapatos más viejos y más rotos que los que él portaba. Todos
disfrutábamos inocentemente de aquella jugarreta, pues no la hacíamos con la
intención de herir o maltratar la dignidad de los que allí se nombraban como
herederos de aquel imaginario patrimonio diabólico. Yo observé desde mi
posición dentro del negocio donde había leído el testamento, que Chico abandonó
el lugar donde se encontraba sentado y se introdujo en su casa. No le di
importancia a tal movimiento y seguimos con la guachafita hasta las seis de la
tarde, hora en que José dijo: “Ya está
bueno, cada quien para su casa”. Y así se hizo. Ingenuamente me fui a casa
de Isabel a escuchar los comentarios del acto. No había entrado completamente
al largo corredor cuando de pronto siento el rastrilleo de un machete en el
piso y unos paso apresurados con una voz de trueno que me decía: “Ahora va a saber lo que son zapatos rotos,
muchacho del carajo”, avanzando con el machete alzado en su mano derecha en
posición de dar una estocada o quizás un simple planazo. Cuando vi aquel hombre
como un demonio que venía hacia mí, utilicé mis cualidades de gacela y me
perdí. Él intentó seguirme, pero la intervención oportuna de Isabel con un tono
autoritario le dijo: “¿Y a usted que le pasa con Ezequiel, está
loco? Me devolví. Chico estaba petrificado e inmóvil. ¡Como la respetaba!
Acompañada de una carcajada, enseguida agregó Isabel: ¿Qué culpa tiene Ezequiel que a usted le hayan tocado esos zapatos
viejos en el testamento? Isabel no
aguantaba las ganas de reír con aquella broma pesada, pero broma al fin. A los días
le explique el motivo y el propósito de aquel documento de contenido
travieso que yo había redactado, y hasta se lo leí completo para que se
enterara que a todos nos había tocado
una partecita y que la de él era la menos gravosa. Por ejemplo, a mí me tocó en la repartición
un cuatro, para que le diera serenatas a Concha La Grilla, a la loca Cristina y
a Senobia, cosa que le ocasionó mucha risa (¡Ah! Pero véanlo a él, de mí si se pudo
reír). ¡Claro! Si él sabía perfectamente a quien me refería, pues esas mujeres, desdichadas y enajenadas
mentales, eran conocidas totalmente por
todos los miembros de la comunidad.
Siento gran emoción al
escribir estas notas que brotan de lo más profundo de mi alma como testimonio
de eterna gratitud en agradecimiento por
todo lo que esta familia hizo por mí en
aquella época de mi vida adolescente y juvenil, un tanto desordenada y que
pareciera que fuese sido ayer. ¡Que el Todopoderoso, la tenga en su santa
gloria. Su imagen, con mi amor silente, la llevo prendida como un botón de rosa
en mi pecho y en mi corazón. ¡SALVE, OH ISABEL!
Otras familias que recuerdo perfectamente como vecinas de
aquel rincón de mis andanzas
adolescentes y juveniles, eran, por supuesto, como lo señalé antes, la
numerosa familia de “Joseíto” Linares; la familia Durán, eran todos ellos
morenos oscuros, de estatura mediana, con familiares en el callejón de Lorenzo;
La familia del Sr. Carlos Mendoza, quien se desempeñaba como técnico de radio y
tenía su tallercito dentro de su propia casa en donde vivía con doña Julia, su
esposa, y sus hijas e hijos; La familia del Sr. Alí González, ejemplar
trabajador de la Unidad Sanitaria, hasta su jubilación. Conformaban esta
familia: su señora esposa, doña Petra de González, sus hijos e hijas: Alirio
(hoy Ingeniero Eléctrico egresado de la Universidad de los Andes); Alí (hoy Ingeniero Mecánico,
egresado de la U.L.A.); Carlos Luis, especialista en la herrería; Wilfredo y
Coromoto.
Entre los personajes que frecuentaban esa pequeña
encrucijada, recuerdo a:
RAFAEL OSECHAS. Montado en su famoso corcel. Era un
funcionario del Ministerio de Hacienda,
en la Sección de Rentas y Licores aquí mismo en la ciudad de Trujillo. Un
hombre muy educado, pero de aspecto
ordinario, campechano y una seriedad que infundía respeto. Vestía muy bien para
el desempeño de sus funciones, pero los fines de semana, más concretamente, los
sábados y los domingos, cambiaba totalmente su personalidad. Era juguetón,
amable, reía hasta la saciedad y era un beodo con glotonería, pero nunca perdía
la conciencia. Vivía en la cresta del Cerro San Isidro, parte II. Este es el
sector que desemboca y comienza en el Callejón de Joseíto Linares. Por allí
vivió también por un tiempo, no sé cuánto, el Maestro José Antonio Carreño.
Osechas, acostumbraba bajar a caballo todos los sábados y
domingos hasta el puentecito. Ese era el sitio de concentración de todos los
asiduos clientes de Joseíto Linares y paso obligado para acceder a la avenida,
o de ésta, al callejón. Llegaba montado en su hermoso cuadrúpedo de color
rojizo, con sus botas y sus espuelas y un sombrero pelo e‘ guama. Lo sujetaba
en unos de los objetos fijos que
existían en el lugar para tales fines y se dirigía al negocito de José.
Allí comenzaba a libar cervecitas y terminaba con caña blanca. Hacía un
intermedio para dirigirse al negocio del señor Escalona (tiempo después se
suicidó), que luego pasó a ser de los hermanos Mendoza, en los alrededores de
la Plaza Sucre; allí se abastecía de lo necesario para surtir a su casa con los
alimentos requeridos. Luego volvía y continuaba consumiendo licor hasta su
partida que nunca se pasaba de las cuatro de la tarde. Me conocía y me saludaba
con mucho cariño y respeto al llegar al lugar. Un día, no me acuerdo porqué, le
sostuve el caballo por las bridas para que él se bajara; me lo agradeció con
una sonrisa que nunca olvido. Al rato me dijo: “Ezequielito, te voy a enseñar a montar caballo”. Eso me alegró
mucho y yo sin espabilar le pregunté: ¿Cuándo?
Y me contestó: “Ya, ahora mismo. Espérese
que voy a echarme una cervecita allí donde Joseíto”. Al rato me estaba dando las lecciones; Fue la única, pues en el acto aprendí a
montar, conducir y controlar al caballo. De allí en adelante, lo esperaba todos
los sábados, y mientras él tomaba, yo paseaba con aquel brioso animal, que por
su gran estatura y finos crines parecía de raza
árabe. De tantos jóvenes que hicimos de ese callejón lugar de encuentro
cotidiano, fui el único que tuvo ese privilegio de montar el caballo de
Osechas, desde el puente de José Linares, hasta el callejón de los Briceño, y
viceversa, bordeando siempre la Quebrada
de los Cedros.
Al caer la tarde, y ya pasado de tragos, Osechas comenzaba su
regreso por la misma ruta, polvorienta
como siempre, pero ahora empinada y con doble carga sobre el caballo: los
víveres adquiridos y su propio peso. Lo veíamos tambaleándose de lado a lado;
cada vez que se ladeaba de un lado y de
otro daba la impresión que se iría al suelo, pero lograba erguirse; nunca lo
vimos caerse. Inexplicablemente, aquel buen hombre, de estatura enorme como su
noble corazón, desapareció del lugar y no volvió más. Con el correr de los años
se supo que se había jubilado estando enfermo de diabetes y no volvió a salir
de su casa hasta su muerte. Nunca olvido aquel noble y espontáneo gesto que
tuvo para mí en enseñarme y prestarme el caballo, su eterno y fiel compañero.
NARIZ DE GOMA: se le decía a sí porque la punta de su nariz
era aplastada como la de los boxeadores, pero roja como un tomate; tenía forma
semi esférica y de textura blanda como una goma. Nariz de Goma era puntual
a las ocho o más tardar a las nueve de
la mañana. Nunca faltaba al negocio y cuando por cualquier circunstancia lo
hacía, todos lo extrañaban en el lugar. No tenía hora para iniciar la libación
ni para terminarla, porque cuando José linares cerraba su negocio, entonces se
iba para el Bar de Segundo González en la Alameda Ribas, hasta que éste
cerraba. Jorge Terán, era su nombre de pila, hijo del señor Manuel Salvador
Terán, un empleado de la gobernación trujillana y de quien ya me referí en
páginas anteriores.
EL TORERO: Singular personaje que causaba en los muchachos de
la época mucha admiración, porque en realidad lo veíamos como un verdadero
artista taurino; era un hombre galante en su hablar, trataba de ser refinado en
su vocablo, sólo que su físico y su
color no le ayudaba; su cuerpo parecía un trozo erguido de carne esmechada; su
caminar en las calles era lo mismo que verlo airoso cuando salía a la arena de
los cosos improvisados que le preparaban para
los terneros que le tocaba lidiar. Cuando se pasaba de palos, entonces
era otro, totalmente diferente. Una vez,
en una fiesta patronal en Santa Rosa de Lima, le contrataron para una faena
taurina en horas de la tarde. Se llenó el coso, y la gente comenzó a corear: “Torero”, “torero”, “torero”. Y salió él.
Comenzó a desfilar con su traje de gala todo roído, desabrido, viejo y
decolorado. Sus pasos iban al compás de la música taurina que tocaba la banda
en vivo. Se prosternaba ante el “Palco Presidencial”, virándose al resto del público
y se inclinaba ante él. Hasta allí todo bien. Cuando terminó la ceremonia de
rigor, soltaron el toro. Era un toro de verdad, de cuatrocientos y más kilos,
pero no era el que esperaba, ni de los que estaba acostumbrado a lidiar. Cuando
el toro afincó sus patas en el terreno y empezó a escarbar tierra y a echar
espuma por la boca mirándolo de frente, el torero pegó una sola carrera, se
escondió dentro de la zona de seguridad y no salió más. La gente comenzó a
pitarlo; unos gritaban improperios por la frustración, otros gozaban una y
parte de la otra con aquel espectáculo que causaba risas incontenibles.
Aprovechando que el toro se encontraba un poco retirado, salió el Torero a la arena e hizo con su mano
una puñeta dirigido al “palco presidencial” y se volvió a esconder. La pita fue
de quinto demonio.
A los días lo vi en el callejón y le pregunté sobre lo que
había ocurrido en aquel espectáculo, pues yo todo lo había presenciado. Me
confesó que ese no era el toro convenido en el contrato. Se lo habían cambiado,
supuestamente porque el otro había enfermado. Inocentemente le dije: “Pero usted, como torero, puede torear a cualquier toro”. Entonces
sabiamente me contestó: ¿“Si tú fueras un
boxeador peso ligero, ¿te enfrentarías con un peso completo?”
El Torero fue un personaje, yo diría que folclórico, de esos
que de repente aparecen en los pueblos, desconociéndose su procedencia, pero
que con el transcurrir de los años dejan sembrados gratos recuerdos que
enriquecen el anecdotario de la imaginación popular. El Torero fue un hombre
que vivió durante toda su vida de la fantasía taurina, que le dio vida, placer
y motivo para luchar por lo que nunca logró.
EL BACHILLER ELÍAS TERÁN: fue otro singular personaje del
puente de José Linares. Este fue un hombre culto, muy educado, pausado en su
hablar, pensaba antes de decir las cosas; muy estudiado, corregía a los
contertulios de su alrededor acerca de las palabras o frases mal dichas o
empleadas, dando una explicación literaria sobre el asunto. Por esas cosas
fatales que el destino tiene para algunos seres vivientes, no llegó a culminar
su carrera de medicina que estuvo a punto de alcanzar. Cuando lo conocí era un
hombre alcohólico; su rostro y sus manos ya delataban su enfermedad. Era un
asiduo visitante del negocio de Joseíto Linares. Allí pasaba el día consumiendo
licor, aguardiente carachero o platera que era su predilección, y algunas veces
cervecitas. Tenía su dormitorio un poco más abajo de mi casa familiar, la suya
era grande, de amplio corredor y
barandas azules con suficiente terreno. Creo que su madre, la señora Romelia
Terán se la dejó para que viviera en ella. Allí sólo dormía; el resto del día
se la pasaba, bien en el Callejón de Lorenzo Ávila, lugar donde vivía su
familia, o en el puente de Joseíto Linares. Nunca le escuché una palabra
obscena; nunca le vi o sentí mal humorado; nunca le escuché alzar la voz a
alguien; siempre vestía de guayabera blanca y nunca intervenía en la
conversación de otros, salvo, que lo invitaran o consultaran. A veces recetaba
a personas que le manifestaban cualquier dolencia quienes posteriormente le
daban los agradecimientos por la cura lograda. Quizás hubiese sido un excelente
médico, pero el destino quiso hacer de él otra cosa. Fue un hombre bondadoso
que se supo ganar el respeto, la consideración y la admiración de todos los que
compartieron su desdichada bohemia.
ENRIQUE VARGAS, creo que era su verdadero nombre. Alternaba
su oficio de camillero o enfermero en el hospital con la asistencia casi diaria
al puente, donde libaba con sus otros compañeros de bohemia consuetudinaria.
Siempre vestía impecable, tenía fama de peleador; era de contextura fuerte, sus
manos eran poderosas, se le notaba una fuerza bruta descomunal. Las veces que
le tocó defenderse, pues nunca se metía con nadie, la otra parte salía muy mal;
sin embargo, a veces llegaba con moretones y curas en el rostro como señal de
haber tenido una bronca en algún otro lugar. Pero yo me informaba de lo
acontecido sin que él lo supiera, y me hablaban de la fiereza con que peleaba;
a veces le tocaban dos o tres contendores unidos contra él. Era uno de los
pocos que me brindaba una cerveza de vez en cuando en el negocio de José
linares. Todos lo respetaban en el callejón. De repente no se supo más de él.
Desapareció del lugar sin dejar rastros.
BELARMINO GARCÍA: Era un hombre alto, de color blanco, vestía
siempre con pantalones de color beige, crema o marrón, pero su guayabera era siempre de color blanco. Fue un
técnico relojero que tenía su tallercito en las inmediaciones del Puente Machado
y luego en la avenida Independencia, un poco más arriba de la Casa del Pueblo,
en la acera del frente. Yo lo visité varias veces en su lugar de trabajo. Su tiempo libre lo disfrutaba en el puente y
en el expendio de licores de Joseíto Linares. No era alcohólico, sólo
disfrutaba ocasionalmente de las cervecitas, pero era muy locuaz; un tic
nervioso en sus ojos que lo hacía parpadear a cada momento con un rictus
simultáneo en sus labios que le dibujaba una sonrisa obligada, lo hacía ver
como un hombre sonriente y gracioso en su hablar. Nunca se ponía bravo. Siempre
quería demostrar ante todos que era una persona culta, muy leída y conocedor de
mucha literatura. Trataba de hablar muy fino, muy rebuscado para impresionar,
pero al final lo único que lograba era enredarse en su propio hilo parlatino,
haciendo muy largas sus explicaciones.
Con el único que agachaba la cabeza
silenciando sus pretensiones de autodidacta era frente al Bachiller
Terán. Cuando éste llegaba al negocito de José Linares, que era un espacio muy
pequeño en donde cabían apenas seis u ocho personas como máximo, cruzaba sus
brazos y se ponía a escuchar lo que estaban hablando; entonces Belarmino que tenía a todos embelesados con su
“discurso literario” sobre un tema cualquiera, cortaba su disertación y
comenzaba hablar de otra cosa; entonces los oyentes le recriminaban en tono de
burla y le decían: ¿Qué te pasó,
Belarmino, te asustaste por que llegó el Bachiller Terán? El Bachiller, al
escuchar su apellido, preguntaba con
melodiosa y suave voz: ¿De qué estaban
hablando? Entonces Belarmino, con su sonrisa característica en él, intentaba darle una explicación resumida y
sencilla sobre el tema, pero con un lenguaje más coloquial. El Br., escuchaba
atentamente, y al final, de la manera más humilde y con un lenguaje
perfectamente inteligible que no era ni academicista ni vulgar, sino
sencillamente pertinente y necesario en
las circunstancias, complementaba lo necesario, finalizando brillantemente la
temática planteada. Entonces, Belarmino, para quedar bien ante los demás y no
quedarse atrás, finalizaba diciendo: “Eso
es lo yo quería decirles, pero ustedes no me entendían”. Por supuesto, las
carcajadas de los oyentes no se demoraban, incluyendo a José Linares, salvo el
Bachiller Terán, que siempre guardaba una compostura del debido respeto a su
interlocutor.
Belarmino, fue siempre una persona agradable, simpática, muy
amable y educada. No tenía hijos en esa época, y no sé si lo tendría después,
creo que no, pues a su edad madura, aún vivía con su madre; a pesar de tener
familia ascendente, era un hombre que vivía acompañado de su soledad. Acostumbraba irse más temprano que los demás para su casa que estaba
ubicada en la Calle Francisco Labastidas. Su hora de partida era a las cuatro
de la tarde. Un buen día, Belarmino decidió no ir más para ese puente de mis
recuerdos. Nunca supe la causa. Con el transcurrir de los años me enteré que se
había convertido en un enfermo de diabetes. Me informé que murió de esa
enfermedad.
EL LOCO MANOLO. Un personaje de alta estatura, de complexión
fuerte, de color negro, de pómulos salientes y con una dentadura ebúrnea, sana
y fuerte. Tenía una fuerza bestial que se le triplicaba en su estado de locura
pasajera del cual era víctima frecuente. Tenía su casa, una especie de galpón
en la orilla de la Quebrada de los Cedros, con techo de zinc que siempre la
mantenía pintada de color blanco y verde; ubicada más o menos a una distancia
de cincuenta metros en línea recta del negocio de José Linares. Su profesión era
mecánico y albañil. Era una persona muy cordial en su estado sobrio, pero muy
agresivo con sólo mirarlo en su locura intempestiva. No tenía amigos, pues los
lugareños esquivaban su presencia y su cercanía por temor a sus reacciones
sorpresivas. Así era Manuel Montenegro, mejor conocido entre los vecinos como
El Loco Manolo.
SATURNINO VÁSQUEZ Y BECO. Dos personajes ligaditos en el
callejón. Siempre llegaban y se iban juntos. Su hobby era el juego de dominó
que disfrutaban con cervecitas bien frías, servidas por Joseíto directamente
desde una ventanilla que comunicaba el salón de juego con su negocio. De vez en
cuando era nariz de goma el mesonero.
Inolvidables las partidas que se entablaban entre los beodos
en ese lugar cuando estaban ambos personajes. Beco y Saturnino contra los
otros. Ya estaban combinados y se entendían perfectamente en cada jugada. Beco
era muy escandaloso, en cambio, Saturnino, era más circunspecto. Beco tenía un
tic nervioso que consistía en un constante parpadear de sus cejas y parte de
sus ojos que despertaba suspicacia en aquellos que no lo conocieran. De tal
manera que cuando se trataba de una jugada decisiva o una “tranca” en el
dominó, siempre le advertían: “Beco, no
vayas hacer señas a tu compañero”. En muchas ocasiones se formaron
discusiones airadas entre los contrincantes de la partida pensando que Beco había hecho trampa con
señas. Los espectadores que conocíamos la verdad de su defecto, gozábamos una y
parte de la otra.
Saturnino y Beco fueron dos excelentes músicos de la antigua
Banda Sucre del estado Trujillo. Beco singular trompetista y saturnino con su
clarinete y/o Bombardino. Ambos vivían en las inmediaciones de la Quebrada de
los Cedros, muy cerca de Joseíto Linares. Con el transcurrir del tiempo, Beco
estableció su residencia en Valera. Creo que allí murió. De Saturnino Vásquez, no supe más.
La historia regional está en deuda con estos dos personajes
que supieron deleitar al público trujillano con sus acordes y notas del
pentagrama musical que interpretaban en sus tiempos. Ambos formaron parte de
agrupaciones musicales bailables que hicieron vibrar de alegría y movimientos
rítmicos a los asistentes de aquellas fiestas pueblerinas y de nuestros mejores
centros sociales de aquella época.
Ponciano La Cruz
nacido en Michelena estado Táchira.
Víctor Y Salomón Rivas.
Lucio Godoy.
Adolfo Mejías.
Chuy Núñez.
Carpintería Italia,
Alfredo Gubinelli y Pepino Pugliatti.
Familia Quevedo.
Ramón Torres.
Segundo y Celina
Méndez.
La familia Cardozo… el
Viti.
Señora Ofelia y
familia; El Capitán.
Villa Dalía.
EL oficial Contreras…
Sabino.
Ramón Delgado...
Oscar Bucare.
La familia Pernía...
El Capino y sus hermanas… muy bellas… Nieves…
Fuente:
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